El día 28 de Mayo de 1816 Thomas Jefferson, tercer presidente
de los Estados Unidos de América, escribió una larga carta a un amigo suyo
llamado John Taylor.
En dicha misiva, entre muchas otras, aparece exactamente esta
frase:
"I sincerely believe, with you, that
banking establishments are more dangerous than standing armies."
“Creo, sinceramente, como tú, que los sistemas bancarios son más peligrosos que los ejércitos.”
“Creo, sinceramente, como tú, que los sistemas bancarios son más peligrosos que los ejércitos.”
La
leyenda que se va gestando con el paso del tiempo en torno a la figura de un
personaje tan especial como Jefferson es un ‘caldo de cultivo’ perfecto para poner
en su pluma algunas palabras más cáusticas:
“Pienso que las instituciones bancarias son más peligrosas
para nuestras libertades que ejércitos enteros listos para el combate. Si el
pueblo americano permite un día que los bancos privados controlen su moneda,
los bancos y todas las instituciones que florecerán en torno a los bancos,
privarán a la gente de toda posesión, primero por medio de la inflación,
enseguida por la recesión, hasta el día en que sus hijos se despertarán sin
casa y sin techo, sobre la tierra que sus padres conquistaron.”
Lo cierto es que tanto la verdad como la leyenda tuvieron
oportunidad de ser demostradas en el pasado siglo XX, y como consecuencia, la
plutocracia que gobierna el mundo es cada día más rica mientras que las clases
medias cada día son más pobres.
Hay cientos de análisis objetivos sobre la evolución del
reparto de la riqueza en los países occidentales durante los últimos 50 años y,
lo único que se observa en todos ellos es una tendencia fulgurante a la
concentración de la riqueza en muchas menos manos y a la extensión de la
precariedad, e incluso de la pobreza, entre un mayor número de personas cada
año que pasa.
Desgraciadamente la revolución tecnológica está contribuyendo,
especialmente en estos países occidentales entre los que se encuentra España, a
alimentar esta tendencia, ya que la creación de riqueza en forma de puestos de
trabajo bien retribuidos que, por ejemplo, ha provocado Internet, no sólo ha
sido mínima sino que en muchos casos ha sido incluso negativa.
Diabólicamente, la burbuja financiera, el boom del crédito
para todo y para todos, ha logrado hasta finales del siglo pasado los mayores
niveles de bienestar percibido de toda la historia de la humanidad y, a la
vez, ha ido devorando a aquellos que
aparentemente disfrutaban de ese bienestar cual cáncer silencioso hoy ya sin
cura de ningún tipo.
Paradoja económica: sin financiación no hay sensación de
bienestar porque no puede haber empleo bien retribuido sin consumo constante y
creciente, pero con excesiva financiación nos inoculamos, voluntariamente o
no, un virus letal que acabará matándonos de pobreza.
Quizá Thomas Jefferson tenía razón cuando ‘no dijo’ alguna de
las cosas que se le atribuyen, pero seguro que hoy no se hubiera callado y nos
diría que la humanidad no puede permitirse que la ya de por sí desigual Ley de
Pareto (donde el 80% de la riqueza estaba en manos del 20 % de las personas
allá por finales del XIX), acabe balanceando sus porcentajes mucho antes de que
finalice este siglo y, por tanto, que el 99% de esa riqueza la tengamos que
buscar en las manos de un ínfimo 1% de personas, lo que trasladado a cifras, no
dentro de muchos años, podría suponer que unos 80 millones de individuos en
todo el mundo conviviesen con más de 7.900 millones de miserables, eso sí,
miserables muy, muy cabreados.
Si no cambiamos desde hoy mismo el modelo económico global,
racionalizando esa ley de Pareto y haciéndola tender al equilibrio, incluso aún
sabiendo que nunca conseguiremos la utopía de que el 50% de la riqueza esté en
manos de un 50% de la personas y viceversa, estaremos condenados a la catástrofe.
Si consiguiéramos que el 65 % de los 8.000 millones de
habitantes que un día no muy lejano seremos en este planeta, controlasen, al
menos, el 35% de la riqueza, no nos importaría tanto que el resto, los más
ricos, unos 2.800 millones de individuos, manejasen el 65% de los recursos de
la humanidad.
Es fácil, empecemos por eliminar los paraísos fiscales a
nivel mundial y creemos un sistema fiscal planetario que, de forma progresiva,
haga que al llegar a un determinado punto de beneficios, la tributación sobre
los mismos anule todo incentivo para seguir obteniéndolos.
En pro del bien común, creemos un techo de cristal que,
aunque sea alcanzable sólo para unos pocos, nunca nadie pueda traspasar.
Consensuemos si es posible, o impongámoslas si hace falta por la fuerza, unas
reglas de juego dentro de esa cúpula económica que sean lo suficientemente
motivadoras para que todo el mundo quiera jugar en ella con ambición, pero que
no permitan a nadie que sus logros vayan más allá de los amplios límites que marquemos.
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