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jueves, 18 de septiembre de 2014

Don Emilio y el Sr. Álvarez "Descansen en paz"


Don Emilio murió de un ataque al corazón en la pequeña trastienda de su comercio. Nadie imaginó que algo malo había pasado aunque la luz de su negocio seguía encendida más allá de las 12 de la noche. Era algo habitual en Don Emilio quedarse a trabajar hasta tarde.

Fueron sus hijos los que, algo inquietos, sobre las 2 de la madrugada, decidieron acercarse hasta la tienda de su padre. El hijo mayor lo llamó desde el quicio de la puerta y su hija pequeña se adelantó hacia el hueco del mostrador y, desde allí, lo llamó también.

-¡Papá! ¡papá! ¿estás bien? 

Nadie contestó. Ambos hermanos entraron juntos en la trastienda y vieron la escena que tantas otras veces habían visto: su padre, Don Emilio, vencido por la vida (esta vez además también por la muerte), con la cabeza enterrada entre sus brazos extendidos en una destartalada mesa llena de papeles, parecía dormir.

Su hija, con toda la dulzura que se lograr tejer con el cariño y la admiración de muchos años, acercando su boca a la arrugada oreja de su padre le susurra ¡vamos papá! ¡ya es muy tarde!

Sin duda para Don Emilio era demasiado tarde. Sólo cuando entre los dos lograron levantar la cabeza de su padre se dieron cuenta de lo que asía en su mano derecha. Un papel arrugado por el aplastamiento entre sus dedos que le comunicaba el desahucio inmediato por el impago reiterado del nuevo alquiler, un alquiler imposible que le habían impuesto los actuales propietarios aprovechando el cambio de alguna ley que Don Emilio no sabía ni que existía. 

Un extraño olor impregnaba aquel cuartucho. Ninguno de los dos hijos se dio cuenta de ello. 

Probablemente el ataque al corazón no fue consecuencia de esa notificación, probablemente su historia llena de cigarros, de muchas preocupaciones y de sueños rotos tuvieron algo que ver. 

Probablemente 79 eran ya demasiados años para estar trabajando hasta la madrugada en aquella tienda.


El Sr. Álvarez era amigo de Don Emilio, o quizá sería más correcto decir que se hicieron amigos tras muchos años de relación comercial.

El Sr. Álvarez había sido uno de los viajantes más exitosos que la fábrica de herramientas más importante del norte de España había tenido. 

Hasta hacía un par de años seguía recorriendo miles de kilómetros cada mes intentando que todos sus clientes, la mayoría pequeños comerciantes, tuviesen siempre las últimas novedades en sus estanterías.

Pero inexorablemente, aunque de forma casi imperceptible, el Sr. Álvarez se fue quedando sin negocios a los que visitar y, por tanto, sin comerciantes a los que vender sus herramientas y, lo que fue mucho peor para él, sin amigos con los que hablar.

Tantos kilómetros y tanta carretera le habían privado de una familia, su mujer decidió que prefería vivir con alguien al que reconociese cada vez que entraba por la puerta y se marchó al pueblo de sus padres a esperar la ley del divorcio mientras compartía el café cada mañana con el que luego sería el padre de sus hijos. El Sr. Álvarez nunca lo superó.

Se tuvo que conformar con el sucedáneo de familia que formaban sus clientes más ‘queridos’ y, uno de aquellos era, sin duda, Don Emilio. Tal vez era el único al que podía considerar ‘un amigo de verdad’.

Esa tarde fatídica, el Sr. Álvarez visitó a Don Emilio en su pequeña ferretería de Madrid. Ya era casi la hora de cerrar pero, como siempre, Don Emilio no tenía prisa.

Ambos pasaron a la trastienda y el Sr. Álvarez no se dio cuenta de que a Don Emilio las preocupaciones que le rondaban por la cabeza ya no eran las mismas de siempre. 

Sin saber por qué, Don Emilio hurgó en lo más profundo de la historia que a ambos les unía desde hacía mucho tiempo, recordándole al Sr. Álvarez que un lejano día de 1982, mientras a muy pocas manzanas de allí se jugaba la final del Mundial de fútbol, ambos habían hecho un trato y ahora había llegado el momento de que el Sr. Álvarez cumpliese su parte del mismo.

A Don Emilio lo desahuciaban y el Sr. Álvarez podía evitarlo sólo con devolverle el dinero que, hacía más de 30 años, él le había prestado para comprar un collar de diamantes con el que pretendió atar a una mujer que ya se le había escapado para siempre.

Don Emilio abrió el cajón central de su escritorio y sacó el documento que ambos habían firmado tiempo atrás, un legajo amarillento que el Sr. Álvarez creía perdido. Lo blandió ante los ojos de éste a la vez que le explicaba, cada vez más acalorado, que su situación era desesperada.

El Sr. Álvarez no dijo nada. Con un rápido movimiento de su brazo, extendiendo su mano como una garra, le arrebató el papel a Don Emilio y, sacando un mechero del bolsillo de su chaqueta, le prendió fuego haciéndolo desaparecer para siempre.

No hizo falta nada más. El corazón de Don Emilio entendió que su último recurso había desaparecido y se fue parando lentamente, se dejó caer en la vieja silla giratoria, extendió sus brazos y descansó su cabeza entre ellos como si, verdaderamente, decidiese que iba a dormir para siempre.

No tuvo tiempo para escuchar al Sr. Álvarez saliendo de la tienda desencajado mientras sus labios no dejaban de murmurar  “Lo siento, lo siento, lo siento, lo siento…”.

Apenas unos días después de que sus hijos encontrasen a Don Emilio muerto en la trastienda de su pequeña ferretería aparecería una pequeña esquela en un periódico local pagada por una empresa de herramientas que antaño había sido una de las más importantes del país. 

Una esquela que los hijos de Don Emilio nunca vieron y que sólo decía:

 “La dirección de Herramientas del Norte traslada su más sentido pésame a la familia del Sr. Álvarez, trabajador destacado de esta empresa durante más de 40 años. Descanse en paz”

Nadie supo nunca por qué le falló el corazón al Sr. Álvarez. La señora que se encargaba de la limpieza de su casa lo encontró recostado en el sofá con la televisión encendida y, antes de pegar un grito que alertaría a los vecinos, también pensó que estaba profundamente dormido.

Quizá el corazón del Sr. Álvarez ya no estaba dispuesto a hacer más kilómetros inútiles en busca de amigos porque sabía que todos ellos ya estaban muertos, o quizá, al revisar su agenda, el Sr. Álvarez se dio cuenta de que Don Emilio no sólo era el último de esos amigos sino que siempre había sido el único. Y eso que el Sr. Álvarez jamás supo que Don Emilio había muerto y que ¿quizá? él había tenido algo que ver con aquello. 

Apenas habían pasado dos días del entierro de Don Emilio cuando sus hijos recibieron un extraño paquete que iba dirigido a su padre y que el cartero, que era de toda la vida, tuvo la amabilidad de llevarles a casa porque la ferretería todavía permanecía cerrada por defunción.   


No había remitente ni señal alguna en aquel paquete. Lo desenvolvieron con mucho cuidado y ante sus ojos apareció una caja de terciopelo azul del tamaño de un pequeño libro. Y, al abrirla, como si miles de rayos de luz se hubiesen encendido de repente, un bellísimo collar de diamantes les devolvió, cual recompensa milagrosa, el legado de un padre que no se mereció morir con las botas puestas, especialmente cuando esas desgastadas botas habían pasado de moda hacía ya muchos, muchísimos años.

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